Ecos de Estambul.




Tengo un destello de esa belleza en el lenguaje. Cuando las palabras no son más que un sonido abrazador el habla, desconocido, me genera un estado sensorial de máxima agudeza. Es así como aquel idioma extraño se transformó en algún día del mes de Junio, en  una especie de música con ritmo y armonías que provocaron pálpitos resplandecientes dentro de mí. Ya no extraños, más bien cercanos y con deliciosa identidad compartida. 
Con la ausencia de palabra todo tiene otra dimensión. Y ante las variadas posibilidades se hacen absolutas dos: te quedás fuera o abrís otro canal y te metés; te metés con el otro invitando o aceptando explorar una nueva posibilidad.
Fue así como tuve una preciosa charla con una señora que bien podría ser mi madre. Ella vestida de negro, con su velo cubriendo cada cabello, observaba, curiosa, el turbante multicolor que apenas lograba controlar mis cabellos de Medusa. Me habló con melodía interrogante. Y yo, supongo, le hice un gesto de ternura (o al menos eso intenté). Sonreí y ella entendió (o éso entendí). Tomó mis manos entre las suyas y susurró algo en su hermoso y dulce turco. Soltó una risa, tierna y suave. Me pidió complicidad con unas leves palmadas en mi hombro, y yo, sorprendida y divertida, comencé a reír a su lado. Así un buen rato, ella y yo celebrando el aire, el sonido a risa, el ida y vuelta de una sensación esculpida por nuestras ganas, nuestra oportunidad de disfrutar la vibración que otorga ése don humano en lo más profundo del cuerpo. La caricia en el oído de aquél sonido... la emoción sin más...
Al despedirnos la gratitud fue mutua. Un bello momento entre dos mujeres que no compartieron más (ni menos) que su risa más sincera en un marco de miradas, cantos, cúpulas, azul, calor y mucha, mucha canela.

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